Sinopsis
Los libros más antiguos de la Biblia sitúan en Mesopotamia, nombre que dieron los griegos al territorio enmarcado entre los ríos Éufrates y Tigris, el comienzo de la Historia. En aquellas tierras se situaban Babilonia, Nínive, Erek y Ur, la patria de Abraham, nombres que evocan de inmediato las leyendas sagradas que hablaban del Diluvio y del Arca de Noé, de la mujer de Lot y de la Torre de Babel. Jardines colgantes, torres que llegaban hasta el cielo y poderosos reyes.
Mesopotamia, cuna de la Antigüedad, tiene un pasado artístico menos conocido que el egipcio por una razón de peso: la piedra. No existían bloques que tallar en aquellos valles, y para las construcciones se emplearon adobe y ladrillo que el tiempo redujo a polvo. Pero la razón principal es, probablemente, que los pueblos de Mesopotamia no compartieron la creencia religiosa de los egipcios de que el cuerpo humano y su representación debían ser conservados para que el alma persistiera. Es más, en la época de los sumerios, a los reyes se les enterraba con toda su familia y esclavos. De todas formas, aunque a los artistas no se les contratara para decorar tumbas, sí se les encargaban monumentos conmemorativos de victorias en la guerra. Eran crónicas gráficas de las campañas del rey, como la del reinado de Assurnasirpal II de Asiria (siglo IX antes de Cristo), un descendiente del rey Salomón.
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