TRES EXPERIENCIAS por Guille

Portada de MEMORIAS DEL SUBSUELO

Viví dos experiencias bien distintas leyendo esta novela y otra más durante los días posteriores a su lectura... que todavía dura.

Sumergido en la primera parte, pensé muchas veces que esta novela podría encabezar la lista de muchas otras que vinieron después, situadas en lo más alto de mi personal Olimpo literario, y cuya etiqueta podría ser la de literatura a martillazos, con permiso de Nietzsche, pensador que se paseaba por mi mente bastante a menudo mientras duró su lectura. Me refiero a ese tipo de literatura nada complaciente ni con el lector en la forma ni con el retrato del ser humano en el fondo. La literatura que azota conciencias, que remueve subsuelos, que no deja títere con cabeza, y que además lo hace de forma nada sutil ni soterrada, vomitando golpes, desde la pasión o la rabia o la desesperación, desde las tripas.

Podía llegar a identificarme con ese personaje rebelde con sus capacidades y sus circunstancias. Sentía respeto por su ser atormentado, contradictorio, que, sin embargo, era capaz de reírse de sí mismo, de no tomarse en serio; ese individuo que, tras expresar su frustración con toda la pasión de un hombre desesperado, podía finalizar su discurso con un “bah, y qué importa en el fondo todo esto”.

Podía empatizar con la infelicidad de ese hombre que, como dijo George Steiner, es "El hombre de las grandes profundidades (que) posee la inteligencia sin la potencia, el deseo sin los medios."... y, a lo que yo añado, la conciencia de todo ello.

Y es que la conciencia es el gran mal del ser humano. La conciencia de nosotros mismos y de lo que nos rodea y completa fue el verdadero castigo que sufrimos al comer del árbol de la ciencia, del árbol del conocimiento del bien y del mal. Por ello fuimos inmediatamente expulsados del paraíso, de la felicidad natural, esto es, de la ausencia de conciencia.

Esa conciencia que nos hace reflexionar sobre nosotros, sobre el mundo, que nos hace indagar sobre lo bueno y lo malo, nos dice Dostoievski, que si está hipertrofiada como la del hombre inteligente, no nos lleva sino a un callejón sin salida, al absurdo de la vida, a la ausencia de "principios fundamentales, bases con las que asentarse" y, por consiguiente, a la inacción y al aburrimiento existencial.

“En consecuencia, hay que acurrucarse voluptuosamente en la inercia, aunque rechinando en silencio los dientes, al pensar que no tenemos contra quien enderezar nuestro furor, cuyo objeto no existe, ni existiría acaso nunca; que en todo esto hay de por medio un juego de manos, naipes amañados; que todo es un puro lodazal, sin que sepamos qué ni quién. Pero, pese a la certeza de todas estas incógnitas y supercherías, continuáis sufriendo, y cuanto más bajo caéis, tanto más sufrís.”


Y ¿qué hacer sin objetivos? ¿Seguir ese argumento filosófico del bien por el bien mismo? ¿O mantener ese argumento todavía más cuestionable de que el bien es lo que nos conviene, lo que nos vivifica, lo que nos pone en estrecha armonía con las leyes de la naturaleza y, por tanto, con nosotros mismos?

Es imposible no esbozar una sonrisa triste y cómplice ante la respuesta que nos da este funcionario que desgarra sus ropajes ante nosotros. ¿Que tenemos conciencia? Pues asumámoslo hasta las últimas consecuencias: que se imponga nuestra voluntad, nuestro afán de independencia, el poder que confiere estar por encima de todo y de todos. Si nos da porque 2+2 son cinco, pues cinco serán. Hay que desterrar la razón.

¿Y qué puede ser la mayor rebeldía, lo más alejado de lo que parecen imponernos esas supuestas leyes naturales? No otra cosa que ir contra uno mismo; seamos malos con los que podemos, humillémonos con los que nos pueden y suframos por lo uno y por lo otro, y, lo que todavía es aun más revolucionario, disfrutemos de ese sufrimiento, sintamos placer en sumergirnos en el fango, aunque sea el placer de la autocompasión, y volvamos a despreciarnos por ese placer y volvamos a disfrutar de ese mismo desprecio y...

“Decidme: ¿qué hombre en plena posesión de su conciencia podría respetarse? ¡Respetarse!... Pero, ¿es que puede respetarse quien está decidido a encontrar placer en el sentimiento de su propia abyección?”

Me complacía ese discurso de la contradicción. Nuestro personaje aborrece esa conciencia hipertrofiada y envidia los cortos alcances del hombre de acción, el único que puede actuar porque, al no poder indagar más, al ser incapaz de llegar hasta el fondo de las cuestiones, es capaz de encontrar razones, bases que sustenten sus acciones y, por tanto, de encontrar objetivos dignos por los que luchar y encaminar su vida y, por último, ser feliz. Pero, al mismo tiempo, es perfectamente consciente de que en el fondo no desea ese estado para sí. Él quiere ser él, su individualidad, ser dueño de sí mismo y estar incluso por encima de sí mismo si eso le place, el subsuelo es preferible a pesar de todo, aunque...

“¡también en esto miento!... no es lo mejor el subusuelo, sino algo distinto, completamente diferente, que con ansia deseo y no hallo. ¡Al diablo el subusuelo!”

…y el mosqueo empezó a abrirse paso en mi consideración. ¿No le habré tomado demasiado en serio? ¿No debería haberme alarmado mucho antes con las pistas que me fue dejando a lo largo del relato? Empezó su discurso con un "Soy un hombre enfermo... soy malo", para decirnos pocas líneas después que ni siquiera para ser malo sirve. No se sabe cuál será el destino de sus palabras; nos informa a sus lectores que no habrá lectores, y ocupa varios párrafos justificando su forma de narrar en primera persona y su gusto por conversar con ese potencial lector. Y para colmo, acaba esta primera parte diciéndonos que no cree una sola palabra de lo que acaba de decir.

¿No será que ha estado actuando conmigo como lo hacía con aquellos compañeros burócratas con los que compartía sus días, embromándome simplemente por distracción, por matar ese tremendo aburrimiento existencial?


…y llegó la segunda parte donde la parodia se completó, donde alcanzamos a comprender todo el patetismo de este ser que quiere ser él sin serlo, que llena su desprecio del mundo con unas fantasías delirantes e hilarantes. Su rebeldía contra la naturaleza, esa voluntad que todo lo puede, no era más que la imposibilidad de alcanzar lo que anhela y que solo consigue en sus fantasías. Es el retrato de un cobarde que se desprecia despreciando a los otros, que solo encuentra en los demás su imagen reflejada (la descripción que el protagonista hace de su criado es la suya propia); un misántropo que exclama a voces aquello de "Las uvas están verdes y no se pueden comer. De todas maneras, ¿para qué las querría?"

Se acabó la identificación con el personaje; dejé de empatizar con su infelicidad; dejé de respetarlo. Y yo, que soy un gran rencoroso, disfruté como otros nunca podrán hacerlo con su autodesprecio:

“Allí, bajo tierra, en su madriguera asquerosa y maloliente, nuestro ratón, afrentado, corrido, maltrecho, se abandona al punto a una rabia fría, ponzoñosa y, sobre todo, eterna. Por espacio de cuarenta años estará rumiando su injuria en sus más nimios y bochornosos pormenores, añadiéndole todavía de su cosecha circunstancias particularmente infamantes, enardeciéndose y excitándose a su antojo. Se avergonzará de sus desvaríos, pero seguirá rumiando a pesar de ello; dará nuevamente principio una y otra vez mentalmente a la lucha, inventará cosas no sucedidas, so pretexto de que pudieron ocurrir, y no perdonará nada.”

Por último, mi experiencia epílogo viene siendo la mutación del rencor y el menosprecio por la compasión y la solidaridad con este ser desdichado e impotente. No debo ser yo quien le eche en cara su debilidad. No debo ser yo quien no reconozca el sufrimiento que comporta ese exacerbado egoísmo; esa imposibilidad de amar que parece padecer, no sé muy bien si causado por ese amor superlativo y sin remedio que siente por sí mismo, inseparable del infinito autodesprecio que padece, o por preferir la renuncia a la pérdida en la lucha por conseguirlo, o, como parece al final del relato, una compasión ante ese ser puro (a pesar de su profesión) al que no quiere empujar a una vida triste y amargada a su lado. Cómo no apiadarse de esa necesidad de castigo, de humillación por parte de los otros que redima aunque sea infinitesimalmente la culpa que arrastra, culpa que reconoce como suya sin ser suya. Quien puede no justificar ese rencor y deseo de venganza contra todos, pero, sobre todo, contra sí mismo que le impide aprovechar las pocas oportunidades que se le presentan. No debo ser yo quien tire la primera piedra contra ese individuo que, como muy bien nos dice @nikkus2008, su único y gran crimen es no saber vivir.

Nunca he estado de acuerdo con aquellos que sostienen que aquel que es consciente de su estupidez es que en realidad no es tan tonto. El tonto puede perfectamente darse cuenta de su estulticia y eso no lo convierte en menos tonto, simplemente le hace más infeliz.

Escrita hace 10 años · 5 puntos con 5 votos · @Guille le ha puesto un 8 ·

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