EL INEXORABLE REVERSO DE TODA EXISTENCIA por Poverello

Portada de MENDEL EL DE LOS LIBROS

Deseando ser creyentes transmisores de buenas noticias podríamos admitir que Zweig fue un hombre justo, en el sentido más espiritual y metafísico del que me hago cargo y que el propio escritor, judío por 'accidente de nacimiento' que diría él, entendería con plácida cordura: un ser coherente, responsable, digno y atrevido hasta no poder más. Probablemente no pudo cuando, harto de desesperanza frente a esa oleada del nazismo que consideró imposible de extirpar, acabó quitándose la vida al lado de su esposa en plena II Guerra Mundial.

Tal vez por eso, cuanto más avanzaba en la lectura de 'Mendel, el de los libros' me sentía menos capaz de sacarme de la cabeza a su coetáneo Bertolt Brecht, otro hombre justo, también dolorido por el horrible realismo que rezumaba en cada esquina de su país. Exiliado de Alemania Brecht, autoexiliado de Austria Zweig, tan críticos y moscas cojoneras frente al autoritarismo y la intolerancia que sus obras comparten el gozoso privilegio de haber sido prohibidas por el nacionalsocialismo. Más aún a raíz de Mendel, de su inocencia interrumpida, de los nazis, del Imperio austro-húngaro o la madre que los trajo a todos, transcribo el texto atribuido a Brecht, y que cobra más sentido si cabe en boca de su verdadero autor, un pastor luterano de nombre irrecordable que lo soltó en un sermón haciéndonos ver que “el silencio de los buenos es lo peor de la gente mala”, si parafraseamos a Gandhi:
«Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a buscar a los judíos, no protesté, porque yo no era judío,
Cuando finalmente vinieron a buscarme a mi, no había nadie más que pudiera protestar.»

Mendel, el viejo judío de memoria que tiende a infinito, fue uno de esos a los que se llevaron y la peña no hizo nada, digamos que justamente disculpada y perdonada por esa tan cruel como realista ética de situación. Porque si bien es cierto que 'Mendel, el de los libros' es básicamente un comprometido alegato contra lo absurdo de las ideas posbélicas defendidas a ultranza so pena de campos de exterminio, no es menos verdad que golpea profusamente a quien se hace cómplice de la injusticia hacia el débil y el inocente, provenga esta del miedo a alzar la voz (la buena señora Sporschil) o de la desvergüenza de aprovechar la caída de la víctima y la victoria de sus verdugos para sacar tajada (el deshonroso señor Gurtner).

El estilo natural y directo de Zweig, su prosa austera y exenta de artificios (cuánto me recuerda también a otra desangrada literata: Irène Némirovsky, ejecutada en Auschwitz justo el mismo año en que perdíamos al austríaco) es una justa medida para una historia justa, aunque en algún párrafo le pierda descaradamente su necesidad imperiosa de exponer principios como si fuera necesario explicar el sinsentido y se acabe revertiendo lo duro en panfletario. Mas no me importa, porque a imagen del narrador afectuoso que recuerda al hombre extraordinario que fue Mendel cuyo 'hogar' y vida sencilla fueron destrozados por el despropósito, me acojo a lo que debería saber: “que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”. Particularmente, me resisto a olvidar a Mendel, pasando por encima de esas debilidades que alejan a la obra del virtuosismo, tan sólo desde la elegante simplicidad de sus 57 páginas. Poco más.

Si hemos de sobrevivir a nuestro propio suicidio, a la vacuidad de la desesperanza, si decidimos saber a qué atenernos en la lucha que, queramos o no, estamos obligados a batir de parte de uno de los bandos, he de terminar casi como empecé, con Brecht, esta vez de verdad, sin atribuciones: "No te regocijes en su derrota, tú, hombre. Porque aunque el mundo se levante y detenga a los bastardos, la madre que les dio a luz está de nuevo en celo".

Escrita hace 12 años · 5 puntos con 7 votos · @Poverello le ha puesto un 7 ·

Comentarios

@FAUSTO hace 12 años

Buena y necesaria reseña, Poverello. Como bien comentas el relato es todo un alegato (difícil no caer en cierto “panfletismo”, sin embargo es mejor que pecar de panfilismo) contra el absurdo de cualquier conflicto bélico (ahora recuerdo a Maupassant), y más irracional, si cabe, cuando la víctima es un ser tan inofensivo como ajeno a la realidad.
Mendel, y como casi todos los protagonistas de Zweig, es un personaje obsesivo y compulsivo, indiferente a todo convencionalismo y vida social. Este librero monomaniaco me recordó a otro ser peculiar: Bartleby. En el sentido de que es una persona desgraciada que intenta por todos los medios vivir ignorante de toda comunidad, pero dicha “comunidad”, ya sea de una forma bienintencionada o, como en este caso, con métodos crueles y barbaros, no toleran su idiosincrasia (o particular locura) destruyendo cualquier atisbo de personalidad.
Me ha parecido excelente y apropiado tu símil/análisis con Bretch (uno de los pocos autores imprescindibles que tengo “aplazado”).

Al hilo de una de las últimas y lapidarias frases que mencionas: “que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos,…”, yo añadiría: también para evitar caer en los mismos errores, atrocidades y faltas de toda sociedad; pero como está demostrando la Historia, una y otra vez, esto es un quimera, o, quizá, el avance es tan insignificante que apenas se percibe. ¿Pesimismo o realidad?

Lo dicho, una imprescindible reseña para una pequeña (por extensión, no por calidad) joya literaria.

@Poverello hace 12 años

Gracias, Fausto. Al hilo de lo que dices recuerdo la frase: "Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla". Creo que lo dijo Nicolás de Avellaneda, pero no me hagas mucho caso.
Curiosamente olvidé a Bartleby, el escribiente, y es bien cierto su parecido con el devenir de Mendel, aunque aquél era más cáustico y se negaba a la vida, no como Mendel, que vive la suya sin más historias.

No puedo resistirme a compartir una de las maravillosas y tristes frases que Zweig nos regala a lo largo del relato y que mucho tiene que ver con la particular idiosincrasia de la que hablas y de la forma en la que cada uno es capaz de ser feliz: "cuando se ha pasado uno así treinta y seis años sentada cada día a una mesa, entonces esa mesa es como tu hogar". Nadie debe arrogarse el derecho a expulsarte de tu hogar, aunque éste tenga sólo dos metros cuadrados.

@FAUSTO hace 12 años

Exacto, Poverello. Mi afirmación está inspirada en esa sentencia, que desconozco cuál es el autor (en la red, además del político que mencionas, se citan a Napoleón y Santayana). Una gran verdad con poca repercusión y que, de una forma u otra, estamos condenados a recordar por los escasos resultados que sacamos de su enseñanza. Es una versión del dicho popular: “tropezar dos veces con la misma piedra”.

Sobre Bartleby, si estoy de acuerdo en su condición caustica, pero no interpreto que negase la vida en un sentido contrario o negativo a la existencia, sino al desencanto hacia esa existencia que le hace repudiar todo dolor o angustia que pueda sobrevenir en cualquier relación afectiva. Bueno, esto es una opinión particular y sería otro debate.

Excelente frase has recordado. La identidad y la libertad son algunos de los elementos más sagrados que debe conservar cada individuo. Esenciales son esos “dos metros cuadrados”, tanto en un plano material como espiritual.

@Poverello hace 12 años

Coincido con tu interpretación de la negatividad a la que se acoge Bartleby, Fausto, y que es a la que nos abrazamos muchos (en sentido hebreo, ja ja, es decir, todos) cuando estamos más quemados que la moto de un hippie y no tenemos ganas ni de levantar la mano.

La de veces que me he 'acogido a sagrado' en esos dos metros cuadrados. Un lujo.