MONSIEUR PROUST por sedacala

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“Monsieur Proust” (1973) fue el libro con que Celeste Albaret, el ama de llaves de Proust, desveló sus recuerdos del gran escritor y temí que fuese un libro más entre tantas biografías de escritores famosos que, aun siendo interesante, jamás se me ocurriría reseñar. Pero cambié de opinión y finalmente escribí la reseña, porque según leía el libro la avalancha de datos que absorbía me iba convenciendo de que su manera de plantearlo dando una imagen seria, rigurosa, entrañable y, sobre todo, verídica del escritor, me reafirmaba en su especial interés y me daba el argumento que necesitaba para decidirme a escribir la reseña. Y es que, conforme se avanza en su lectura, se va comprendiendo que “Monsieur Proust” no es una crónica al uso, sino que, además, está revalorizada por el hecho de que lo que se cuenta coincide en fecha con la escritura de “En busca del tiempo perdido” por lo que su lectura está trufada con una multitud de claves reveladoras de las posibles dudas, interrogantes, o despistes, que nos pudo plantear en su día la compleja lectura de aquella novela o conjunto de novelas.
Marcel Proust nació en 1871 y murió en 1922; desde muy joven se introdujo en el mundillo de los salones a los que asistía la aristocracia y la alta sociedad parisina. No fue un desembarco casual, sino que se basaba en los inmejorables contactos sociales y en la desahogada economía familiar de sus progenitores (su padre, médico eminente, y su madre, de acaudalada familia judía), aunque también hay que decir que no hubiera sido posible sin el formidable encanto personal que él derrochaba y sin su enorme poder de seducción. En 1913 a los 41 años, ese tipo de vida casi había terminado para él, en parte por el agravamiento del asma que padecía desde niño y en parte por su obsesión por acometer su gran creación literaria; fue entonces cuando, siendo ya el único ocupante del piso del boulevard Haussmann por la reciente muerte de sus padres, entró a su servicio Celeste Albaret, con 21 años y recién llegada del pueblo, empleo en el que permaneció durante los nueve años que transcurrieron hasta la muerte de Proust, coincidiendo casi exactamente con el periodo de tiempo en que escribió los seis últimos tomos de su novela. Andaba entonces en busca de editor para el primer tomo: “De la parte de Swann”, y Celeste llegó a tiempo de vivir los roces con André Gide, editor a la sazón de la Nouvelle Revue Française, que con total falta de visión (se dice que no lo leyó) desaconsejó su publicación. Proust consideró enseguida la presencia de ella como un hallazgo afortunado, sintonizando ambos a pesar de las diferencias de clase, educación y edad. Desde esa privilegiada posición, se convierte en espectadora e incluso en parte activa de muchos resortes de la vida de Proust, el cual le dispensaba el trato propio de una sirvienta de confianza, pero también el de una confidente, lo que ella agradecía devolviendo la confianza depositada, con cariño, fidelidad y exquisita atención a las confidencias del escritor. Cuando el lector comprende que se ha llegado a esa simbiosis entre ambos, se convence de la pulcritud de su crónica, lo que redunda en una mejor asimilación de las revelaciones que se hacen de la intimidad del escritor y del hombre. Esto, en el caso de cualquier otro famoso estaría ya muy bien, pero aquí no hablamos de otro cualquiera, sino de Marcel Proust, razón por la que el interés se multiplica exponencialmente en función de las particulares características de su personalidad y de su obra, muy interrelacionadas ambas con las sensaciones que expresa su autobiográfico personaje deambulando entre sus amistades por las páginas de “A la recherche…”. Por eso la clave de “Monsieur Proust”, no reside sólo en conocer detalles de su vida privada, sino también en pararse a observar cómo estos detalles de su cotidianeidad, definen en cierta manera el talante del autor y están tremendamente vinculados a las situaciones y a los personajes de “En busca del tiempo perdido”.
Su obsesión principal era su obra, ya que tenía el visionario presentimiento de que estaba predestinada al éxito; esta idea, fue la que le dio las fuerzas necesarias para aplicarse a la tarea abrumadora de culminarla. Esta certeza, llama especialmente la atención en un escritor, que a los treinta y cinco años apenas había escrito un par de libros de escasa repercusión. Sus métodos de trabajo nos revelan a un hombre que, influido por su enfermedad y sus dificultades para respirar, se había convertido en un auténtico maniático que prácticamente no comía y que sobrevivía en una habitación oscurecida y forrada de corcho, a base de café y veronal (barbitúrico estimulante) trabajando incorporado en la cama toda la noche y durmiendo por el día, régimen horario al que hubo de someterse Celeste. A través de las confidencias que Proust le hace, y que ella nos transmite, vemos como sacó sus personajes literarios de ciertas figuras de la realidad mundana que conoció, pero sometiéndolos al filtro de su criterio, analizándolos, dándoles forma y trabajándolos asiduamente, antes de trasladarlos al papel, de tal manera que en algunos casos eran casi irreconocibles, e incluso, en otros, eran una fusión de dos o más personas diferentes.
Pese a que la imagen previa, que yo tenía de Proust, era la un hombre entregado a los placeres de la alta sociedad, después de leer este libro tengo que borrar ese cliché y sustituirlo por el de alguien cuyo afán va más allá de la afición por figurar en la vida pública de París o por sumergirse en la frivolidad, tomando la forma de un obstinado trabajador consagrado a una exhaustiva labor de estudio y de campo —me refiero a su paso por los salones—, de la que obtener los datos necesarios para el análisis de sus personajes; o al menos ese era el retrato de esos últimos nueve años en los que Celeste permaneció a su lado. Era un tipo obsesivo, perseverante y exigente, pero a la vez, educado, amable y cautivador, y ella quedó, desde el principio, absolutamente fascinada por sus encantos, convirtiéndose en una colaboradora entregada en cuerpo y alma a su tarea y soportando para ello unas condiciones de trabajo que hubieran sido desquiciantes para cualquier persona menos eficiente que ella. Pero también, al menos por aquella época, Marcel echaba en falta el tener cerca a alguien a quien trasmitir sus inquietudes diarias, en parte por la necesidad vital de comunicación, propia de cualquier ser humano, y en parte también, porqué el intercambio de opiniones con ella formaba parte de la labor de análisis en la que iba tejiendo paulatinamente la trama de sus personajes literarios; por ambas razones, Celeste se convirtió en el paño de lágrimas de sus desventuras, en el espejo en el que reflejar sus alegrías y, en cualquier caso, en el atento, receptivo y colaborador oyente, al que hacerle partícipe de los chismes de su círculo de amistades, o de sus ideas sobre el carácter del personaje que estaba pergeñando en su mente en cada momento.
En el libro, Celeste hace un evidente esfuerzo por minimizar todo lo relativo a la homosexualidad de Proust (en su libro “Contra Sainte Beuve”, se recoge un artículo en el que habla de los sentimientos de los homosexuales a los que denomina la “raza maldita”), de manera que uno no sabe bien hasta qué punto, esta cuestión pudo tener una importancia capital en su vida; y me hago esta pregunta, porque la relación de Proust con el amor, fuera hombre o mujer la persona amada, debió ser, o inexistente, o marcada por el capricho y la voluptuosidad más que por el auténtico amor, y más aún en el mundillo claustrofóbico de los salones, en los que las intrigas y el cinismo eran moneda corriente y donde él parecía un hombre que sólo era capaz de amarse a sí mismo, o mejor, a su obra, y por la ayuda que le prestó para terminarla, no dudo que también amó, por delegación, a la empleada que tan bien le comprendió. Al fin, se saca la conclusión de que, en la época en que ella trabaja para él, la sexualidad, de uno u otro tipo, tiene ya poca presencia en su vida. Nadie —hasta Celeste lo reconoce subliminalmente— pone en duda su relación física y sentimental con hombres, pero no cuesta demasiado creer su testimonio cuando afirma que, al menos por aquel entonces, no vio en el boulevard Haussmann, nada que le hiciera pensar en que él tuviese alguna relación de ese tipo. Lo que está muy claro, es que era una persona muy celosa de su intimidad; algo muy lógico habida cuenta de que la imagen pública de la homosexualidad en esa época era muy desfavorable y podía ser perseguida penalmente (véase el caso de Oscar Wilde), por lo que era razonable que tratase de ocultar en lo posible sus tendencias sexuales. Por esa y otras razones queda claro que lo que cuenta la autora del libro, aun creyendo a pies juntillas en su veracidad, refleja sólo una parte de su vida, la correspondiente a la vida doméstica que en aquella época debía representar un porcentaje muy alto de su tiempo. Pero así y todo, salía de vez en cuando y Celeste sólo se enteraba de lo que ocurría en sus salidas en la medida en que él se lo contaba y es seguro que ciertas cosas no se las contaba.
Otra de las incógnitas que suscita “A la recherche…”, y que este libro puede ayudar a esclarecer, es el papel que el propio Marcel tiene como un personaje más, dentro de la narración de su novela. Celeste cuenta, que él, en algún momento a poco de entrar a su servicio, le habló de la inconveniencia de que ambos habitaran en la misma vivienda, en el sentido de que podría estar mal visto que una mujer como ella, joven, de 21 años, pernoctara en la misma casa que él. Me llamó la atención la anécdota, por lo que tiene de respeto por las convenciones sociales que quizá no habría supuesto yo “a priori” en un hombre avezado en el mundo frívolo de la noche parisina y además con ciertos tics homosexuales. Es obvio que, por similares razones, forzosamente habría tenido en consideración la duda sobre el riesgo de que su propio personaje, apareciendo en contacto o mezclado en las intrigas amorosas y en los desvíos sexuales, en ocasiones bastante explícitos, de algunos de los personajes de “En busca del tiempo perdido”, pudiera salir con su fama indemne, como si se alzara hasta la pureza de un limbo situado muy por encima de las muchas debilidades de sus conocidos. A veces ocurría que le visitaba alguien de su círculo de amistades que, entre apurado y ofendido, le recriminaba por haberle retratado en el personaje de fulanito, a lo que él respondía con su proverbiales dotes de convicción tratando de hacerle ver, por ejemplo, que “fulanito es obeso y no delgado como tú”, como le espetó al conde Robert de Montesquiou, que le acusaba de fijarse en él para crear el personaje del barón de Charlús, cosa que era absolutamente cierta. Todo esto, después, cuando el visitante se iba, un Marcel divertido se lo contaba a Celeste entre risas y guiños de complicidad. Pero, aunque pudiera haberse parado a considerar estas cosas, su preocupación primordial era su obra, lo demás le daba un poco igual, y cuando la culminó, su físico dio una especie de suspiro de relajación, al poco del cual, le sobrevino la muerte, como buscando el ansiado descanso tras culminar su fatigoso objetivo.

P.D. He revelado explícitamente cosas que vienen referidas en cualquier tramo del libro sin ningún temor a “destriparlo” y no me ha importado hacerlo, porque lo que cuento es una parte infinitesimal de su contenido, que no desvela nada pero que puede servir a los interesados como un pequeño indicio del contenido del libro. Al fin y al cabo, en las biografías no importa nada conocer previamente el final; todas terminan igual, con la muerte del protagonista y por eso todas son un poco tristes.

Escrita hace 9 años · 5 puntos con 2 votos · @sedacala le ha puesto un 8 ·

Comentarios

@Faulkneriano hace 9 años

En Sodoma y Gomorra, cuando el narrador vuelve al Gran Hotel de Balbec, conoce allí a dos camareras frescachonas: una de ellas se llama Celeste Albaret, y es la más deslenguada. Este tipo de pequeños guiños (dar el nombre de su ama de llaves a un figurante) pasan del todo desapercibidos en una obra de tres mil quinientas páginas, pero libros como el que comentas con tu habitual minuciosidad sirven para poner cosas en claro. Celeste tiene un papel de más entidad es la novela: en buena medida, aunque la edad no coincida, sirve para construir el personaje de Francisca, la criada de confianza de la familia de Marcel, que hereda de Celeste, sobre todo, un curioso modo de expresarse que a Proust le hacía, sin duda, mucha gracia. Al final fue verdad eso de “lo meteré en la novela”.

Celeste Albaret tuvo su papel en la vida de Proust, sin duda. Sus memorias, escritas desde la admiración y el cariño, esclarecen, como bien dices, muchos aspectos de la vida de su célebre señor. Los más fascinantes, sin duda, los que tenían que ver con su diaria existencia: sus peculiares modos de lavarse, desperdiciando montones de toallas; su gran café con leche, servido con todo su ritual a las dos o las tres de la tarde; sus largas conversaciones con una Celeste en bata y arrancada del sueño, una vez volvía de sus salidas nocturnas, contándole todo de pe a pa hasta bien entrada la mañana; sus infinitos trastornos al cambiarse de casa. Y otras informaciones: sus evasivas relaciones con los editores, después del chasco de Gide y de la Nouvelle Revue Française; la confirmación de que buena parte de los muebles que heredó de un pariente fueron a parar a un prostíbulo masculino. El libro, claro, solo interesa a los lectores de Proust, que afortunadamente no son pocos, aunque seguro que no tan entusiastas como tú.

@sedacala hace 9 años

En la reseña he dado por sentado un punto, del que debo reconocer que no estoy convencido del todo. Me refiero al de la verosimilitud o la sinceridad con que cuenta Celeste las cosas de Proust. Yo, leyendo el libro, di por bueno todo lo que leía; ahora bien, ¿es seguro que todo eso fue así? ¿Existe la posibilidad de que ella esté dando una versión sesgada de su relación con él, por algún tipo de interés espurio? He ojeado otros libros de otros autores que tratan de la biografía del escritor y algunos, refiriéndose a ella la describen como una especie de mujer entrometida y dominante de la que desconfían. En fin, no lo creo, tiendo a asumir como bueno todo lo que contienen estas memorias. Simplemente quería abrir esa posibilidad para conocer tu opinión.

@Faulkneriano hace 9 años

Yo también le doy bastante credibilidad a las declaraciones de Celeste, sobre todo porque no saca los pies del tiesto y habla del Proust más doméstico, sin meterse en camisas de once varas. Que la dependencia que sentía Proust por ciertas personas que podían cubrir sus muchas y perentorias necesidades hiciera que el ama de llaves se creciera un tanto no sería de extrañar.