TENGO UNA DEBILIDAD por Guille

Portada de UNA CONFESIÓN PÓSTUMA

Alguien que llega a su casa tras asistir al entierro de su esposa nos endilga una larga confesión acerca de las razones que le llevaron a matarla.

Tengo debilidad por el tipo de personaje que protagoniza esta novela, tortuoso, atormentado, incluso despreciable. Y también tengo debilidad por ese tipo de literatura que en otro sito denominé literatura a martillazos; y más a más, mi debilidad aumenta con el subgénero en el que enmarco esta obra: novela-grito. Junto a la necesidad de escribir sobre sí mismo, de presentarse desnudo ante nosotros como una forma inútil de expiación pero también como producto de su profunda vanidad, la confesión no deja de ser, como muy bien apunta Coetzee en el prólogo, una súplica desesperada de compasión, un medio de hacer entender al mundo que él es la primera víctima de su carácter, de sus deseos, de sus afectos, de los que tiene y de los muchos que le faltan.

En esta tercera pata de la trilogía clásica sobre las confesiones (me queda por leer Indigno de ser humano, de Osamu Dazai; la otra pata es, naturalmente, Memorias del subsuelo), al igual que el personaje Dostoiesquiano, alguien desesperado por las circunstancias vitales que le han tocado en suerte nos arroja a la cara la consternación que siente por su imposibilidad de alcanzar la felicidad o, al menos, el bienestar o el placer, que otros alcanzan con una aparente facilidad. Un ser egocéntrico y egoísta en su peor versión, cerebral y sin corazón a todo lo que no sea él mismo, su principal “odiador” y, naturalmente, su más fervoroso amante, nos disecciona su alma sin piedad alguna. Un eterno rumiante de sus sentimientos y pensamientos; hipersensible hasta lo patológico ante las reacciones que los demás tienen hacia a él e incluso con aquellas que solo él es capaz de relacionar consigo mismo y tanto de los pocos con los que logra entablar algún tipo de trato como de aquellos que simplemente pasan a su lado. Y, naturalmente, como la otra e inevitable cara de la moneda, un ser débil ante el halago, ante cualquier mirada amiga aunque esta sea únicamente producto de la educación, ante cualquier acercamiento a su persona por nimio y circunstancial que este sea.

El autorretrato que nos pinta de sí mismo no puede ser más desolador: cobarde, débil, melancólico, abyecto, apático, anodino, mediocre en todos los aspectos, mezquino, amargado, perverso, degenerado. Y no puedo decir que no tenga razón, y no es uno de sus más pequeños vicios el humillarse regodeándose en sus miserias.

“En lugar de permitir que mi excitación me condujera al placer, buscaba el placer en mi propio estado de excitación.”

Cualquier atisbo de felicidad es rápidamente abortado por la idea de la derrota. Cualquier débil impulso por salir de sí mismo y entablar relaciones es inmediatamente frustrado por su presagio de rechazo.

“Siempre he detestado encontrarme con conocidos durante mis paseos. Esto se debe, en parte, a mi temor a saludar y que no me reconozcan; pero, en esencia, mi actitud huidiza se nutría de la sospecha de que, al cruzarse conmigo, se volvían para mirarme y criticarme, tal vez incluso para burlarse de mí.”

Pero no es esta una segunda versión de la obra de Dostoievsky: las diferencias que podemos encontrar son importantes. Mientras el personaje anónimo del subsuelo se rebelaba ante su situación de una forma, eso sí, patética e impotente y solo en los momentos de gran bajón también desesperanzada, aquí la aceptación iracunda y la desesperanza son la norma. Mientras que allí la inacción (o la excusa para la inacción) era consecuencia de la inexistencia de bases firmes en las que apoyarse, del absurdo de la vida que impedía cualquier principio sólido de comportamiento, aquí es la más absoluta indolencia, la falta de iniciativa, de motivaciones, de estímulos concretos más allá de un abstracto sentido del placer que intenta saciar de una forma siempre desilusionada y a menudo humillante. Mientras allí se termina por despreciar, por minusvalorar aquello que no es posible alcanzar, aquí se envida profundamente y se denuncia la imposibilidad absoluta de acceder a ello por su parte. Mientras allí la culpa, la responsabilidad, ahoga al protagonista y el castigo por ella se persigue inconscientemente, aquí la condena se dirige a las circunstancias, a todo aquello que recibimos sin haberlo pedido, incluida la vida, a todo aquello que únicamente es producto de la suerte de tener unos padres que te transmitan unos genes y una educación capaz de afrontar la vida con éxito.

"Yo no puedo ser alguien que no soy."

Y nos grita la injusticia que hay en todo ello, la injusticia de esa lotería de los dones y la injusticia de la veneración de la sociedad a ese resultado azaroso:

"Quizá alguien haya dicho o escrito alguna vez de usted que siempre ha sido un hombre bondadoso, compasivo, generoso, atento y quién sabe cuántos epítetos más, y seguro que en más de una ocasión, semejante panegírico concluyó con la afirmación de que un hombre como usted, aunque quisiera, no podría ni sabría ser de otra manera.

Pues bien, a mí me ocurre lo mismo. Y yo me pregunto. ¿Por qué esa afirmación, que aplicada a usted constituye un elogio, se convierte en una acusación en mi caso?... ¿Existe alguna forma de altruismo que no responda a un instinto, una ambición o un simple afán de intromisión?”

Todos, al actuar, no pretendemos sino maximizar nuestra función de satisfacción, siempre, en todo caso. Naturalmente, esta función de satisfacción no tiene por qué estar siempre bien construida y su maximización puede tener como resultado nuestra perdición. Los demás deberemos rezar para que en esa función de comportamiento de aquellos a los que queremos se encuentre un factor altruista y que el coeficiente que acompañe a dicho factor sea alto, lo más alto posible. Date por jodido si esto no es así. Lo único que se puede hacer en esos casos es alejarse de la forma más rápida y radical que se pueda. La mujer de Willem Termeer no lo hizo.

Este tema principal de la novela viene acompañado de amigos habituales: el peligro de idealizar sentimientos, personalidades, deseos, que llevan a nuestro protagonista a una interpretación constante de un personaje que se adecúe a esos parámetros y a estigmatizar todo aquello que es parte de su esencia y que se aparta de ese ideal, con la consiguiente y fatal frustración; el paso por una vida desperdiciada y el tiempo que se agota rápidamente; la sociedad hipócrita; la institución del matrimonio.

Y el final abierto que culmina la obra, magnífico.

En cuanto al estilo, la prosa de Emants es elegante, contenida, sobria pese a lo narrado y, como es habitual en estas confesiones, repetitivo en las obsesiones del personaje. Los aspectos más truculentos se obvian, simplemente se hace una referencia escueta a ellos y, como no podía ser de otra manera, apenas hay diálogos ni descripciones: análisis de sentimientos, análisis de deseos, análisis de circunstancias, análisis de carencias… análisis de sangre de este célebre holandés con un Rh siempre negativo, nunca positivo.

Un libro intenso, amargo, pero también fascinante; un libro que puede producir rechazo a un cierto tipo de lector tanto por el fondo como por la forma pero que a mí me ha gustado, pero, claro, es que yo tengo una debilidad.


P.D. En el prólogo, Coetzee relaciona a Emants con autores tan importantes como Flaubert o Turguénev, ojo al dato.

Escrita hace 10 años · 5 puntos con 1 voto · @Guille le ha puesto un 8 ·

Comentarios

@sedacala hace 10 años

Me ha interesado tú reseña de este libro y de este autor. me atrae su posible vinculación con Zola, Flaubert, o Turquénev, mucho más que con Dostoievsky. Veré si lo encuentro en mi biblioteca.

@Guille hace 10 años

Pues a por ella, sin miedo alguno: los parecidos con Dostoievsky se encuentran en la trama y en ese intenso análisis psicológico del personaje. En el estilo están muy lejos el uno del otro.

@sedacala hace 10 años

Eso que dices me tranquiliza, porque, aunque sus contenidos sean muy interesantes, el estilo de Dostoievsky me resulta "áspero". lo que no me ocurre con los otros, sobre todo con Turguénev, cuya forma de escribir encuentro fácil, directa e hipersensible.