HEROICOS FANÁTICOS; HORRORES NACIONALES por Tharl

Portada de ZARAGOZA

Muchas son las cosas que quiero decir del sexto libro de Los Episodios Nacionales I, y eso que es poco lo aquí ocurre: a un nivel histórico, la heroica defensa militar de la ciudad de Zaragoza, más una tragedia de enamorados a nivel argumental. El nivel ideológico, del que en otras ocasiones hablé, aquí está ausente. Solo encontramos la exaltación de la nación española usando a los franceses, no tanto como el enemigo, pues creo que Galdós se siente ideológicamente muy cercano a ellos, sino como la alteridad necesaria para la afirmación de la identidad española: aquel ‘otro’ sobre el que se construye el sentimiento nacional. Supongo que tras el fracaso del sexenio democrático (1868-1873) el Galdós liberal trató de retornar al liberalismo de la generación anterior, al de la Pepa. Efectivamente, estamos ante la mayor exaltación nacional de los episodios leídos hasta la fecha, que no es poco.


Hablemos de la Historia que aquí se narra: la defensa numantina de Zaragoza. La toma de Zaragoza por parte del ejército invasor era cardinal si querían controlar Aragón, abastecer a las tropas de Cataluña y garantizar las comunicaciones del noreste. Por ello las tropas napoleónicas trataron de tomarla primero por asalto y asedio del 15 de Junio de 1808 al 21 de Febrero de 1809. La resistencia soportó el asedio y los franceses hubieron de retirarse. Tras la entrada del mismísimo Napoleón en España y el paseo por Madrid, un ejército francés más numeroso que el anterior volvió a intentarlo. Sobra decir que Zaragoza tampoco pensaba rendirse y que estaba mejor preparada. El horror duró del 21 de diciembre de 1808 al 21 de febrero de 1809. Dos meses exactos de asaltos, masacres, bombardeos, minas y contraminas, guerras casa por casa, habitación por habitación, enfermedad, epidemias y muerte. Cuando finalmente concluyó, el montón de ruinas y cenizas que seguía llamándose Zaragoza había perdido el 80% de su población -cincuenta y tres mil vidas (tan solo 6.000 (!) en batalla en el segundo sitio- y los franceses diez mil soldados. Imagínense los muertos uno a uno, pues así quedó la ciudad, sin tiempo ni gente para enterrarlos, regada de pólvora y cadáveres siendo a veces estorbo, otras barricadas improvisadas y siempre transmisores de enfermedades. Estamos pues ante otra derrota de los españoles, pero muy, muy distinta de la del episodio anterior.
Semejante resistencia nacional da para mucho heroísmo y épica. Galdós muestra la fervorosa unión y sacrificio de (casi) todos los españoles y zaragozanos, independientemente de su estrato social, para defensa de la tierra y honra nacional. Una locura. Asistimos a muchos de los encuentros más emblemáticos del sitio y a todo tipo de luchas: confiados asaltos gabachos que acaban en sangrías, bombardeos impíos, resistencias heroicas, luchas casa por casa, convento por convento -mis capítulos bélicos favoritos- y una guerra explosiva de minas y contraminas.
Don Benito narra esta forma de guerra tan distinta de la que nos imaginamos al pensar en las guerras napoleónicas y que quedaron ilustradas en Bailén, con el estilo que nos tiene acostumbrados: un estilo más expositivo que expresivo en la que la identificación con los personajes se diluye en el ‘nosotros’ de Gabriel y su compañía. Un nosotros que parece no estar formado por hombres de carne y hueso sino por piezas de un tablero de ajedrez, pero con el que consigue una claridad y una transparencia digna de elogio, permitiendo que el lector conozca Zaragoza y sus edificios como la palma de su mano, aún sin haberla pisado nuca -algo de lo que por cierto, Galdós logra que nos arrepintamos. Esta decisión estética no anula la épica presente en toda la novela, sobretodo mediante arengas en boca de los personajes, pero sí la hace mucho más cerebral: la contemplamos y admiramos más que vivimos. Aun así, en algún momento, en especial al final cuando este gran conocedor de la Historia de España muestra los estragos de la resistencia y de la guerra, la emoción fluye por las heridas y hasta se escapa alguna lágrima contenida. Además, según pasamos las páginas de esta admirable carnicería, van cobrando un ritmo más y más acelerado, una mayor intensidad y se vuelven más y más oscuras convirtiendo la gesta heroica en un sublime suicidio en masa.

A pesar de lo que pueda parecer por lo que llevo dicho, el interés de Galdós no está tanto en la Historia, como en eso que Unamuno -admirador suyo- llegaría a llamar “intrahistoria”. Esto se ve en su interés por rescatar a los héroes anónimos, hasta el punto de dedicar un capítulo entero a los del primer sitio en boca del simpático Sursum Corda. No es de extrañar que el general Palafox apenas sea nombrado, y cuando lo haga sea más como una entidad que como un personaje más. Solo saldrá en cuerpo presente en un momento de la historia, para permitir al autor soltar unas pinceladas sobre su personalidad, su imagen, sus dotes como actor y orador, sus no tan dotadas habilidades militares y su buen ojo para rodearse de buenos consejeros. En pocas palabras, Palafox fue la encarnación que escogió el pueblo zaragozano para ubicar sus virtudes: es la personificación de la resistencia, que solo existe por la voluntad popular. Agustina de Aragón, heroína del primer sitio, será una sombra presente en toda la novela pero que jamás formará parte de ella, casi como una deidad y modelo a seguir. Santiago Sas, otro héroe zaragozano de renombre, tampoco acaparará el protagonismo. Los verdaderos héroes galdosianos son el insigne Pirli, el tío Garcés y, esta sí reconocida, Manuela Sancho. Héroes populares, anónimos y muchas mujeres que hicieron posible la resistencia de esta nueva Numancia.
El escritor de Trafalgar está interesado también en mostrar la estrecha barrera -si es que existe fuera del discurso- entre el heroísmo y el fanatismo, entre el valor y la temeridad, la bravura y la locura. El pueblo zaragozano -y Galdós lo amplía a toda España- es sencillo, bravo, obstinado y, en su ardor, propenso a la locura. Pero al fervor nacional de este noble pueblo, a su guerra de independencia le acompaña la pálida dama por donde pasa. En su patriotismo ciego, tan dado al pensamiento mágico y a creerse alegatos y bravatas inconsistentes, incluso cuando son ellos mismos quienes las inventan, el español pierde una parte de su humanidad. Rodeados de cadáveres y enfermedades; fundidos con la noble pólvora, el barro y la sangre; sostenidos solo por su heroica terquedad, y un ideal, que -Galdós no llegará tan lejos- tiene mucha menos sustancia y reflexión que pasión, los hombres se deshumanizan, se acostumbran a la muerte y a la miseria, linchan a quien temen traidor o cobarde e ignoran el sufrimiento ajeno. Espeluznantes son los encuentros de Gabriel con ese niño huérfano y vagabundo perdido en el fragor del combate sin que nadie se percate de ello. (Por supuesto, nuestro idílico héroe compartirá con él su pan.) Este relato de los desastres de la guerra repleto de patetismo, digno de ser acompañado por las ilustraciones de Don Francisco de Goya, y que acaba devorando y engrandeciendo al mismo tiempo la épica inicial, es con toda seguridad, uno de los mayores logros de la novela. Y es también causa de que sea el Episodio más intenso que he leído hasta la fecha.

En el lado de lo argumental lo más significativo es que Gabriel y su historia se ven completamente anulados, algo que, si no me equivoco, culminará en el episodio siguiente con el cambio de protagonista y no seré yo quien lo lamente. Aquí Gabriel no es más que la excusa para mostrar, sin salir del plano argumental, la tragedia amorosa de los verdaderos protagonistas: Agustín de Montoria y Mariquilla Candiola. Ambos personajes padecerán en sus carnes, la tragedia de la guerra, los horrores del patriotismo y la mezquindad, como si de un Romeo y Julieta se tratara. Él es excesivamente ñoño y pesado aunque parece despertar al final; ella la encarnación del ideal de mujer virginal, inocente, entregada y romántica hasta el bofetón. Pero mejor hablar de sus padres, más interesantes. Don Montoria es el zaragozano que entregó todo lo que tenía en la resistencia: tierras, casas e hijos; generoso, sencillo, transparente, orgulloso, temperamental y directo, con un corazón que no le cabe en el pecho y se extiende como un cárcel por su cerebro; y al mismo tiempo tan cerrado en sus costumbres y creencia que no tolera que sus ideas sean puestas en duda, que no acepta la posibilidad de rendición y mucho menos la ausencia de patriotismo en un cristiano. El tío Candiola es el estereotipo de judío, salvo por un pequeño detalle que a nadie importa, que no es judío -magnífico-, como tal, es avaro, codicioso, egoísta y ruin; partidario de la rendición para no verse afectado e incapaz de ceder un ápice por la causa nacional, y como tal se gana las enemistades y odio de toda la ciudad.
En estos personajes Galdós emplea lo mejor que tiene de sí: la caracterización lingüística y, lo más importante, la mirada comprensiva que le define. Él es de la opinión -y Unamuno la compartirá y lo que diga este hombre para mi va a misa- de que los personajes deben presentarse por sí mismos, en primera persona. Solo así pueden alcanzar esa coherencia interna necesaria para llegar a la verdadera comprensión incluso por lectores opuestos a ellos; y la comprensión es la clave de la tolerancia y la solución de todos los problemas por los que pasó España. Por esto motivo este nivel argumental se desarrollará casi en su totalidad mediante diálogos, en clara contraposición con el relato de batallas, de una narración más mixta (descripción-diálogo). Si el personaje debe tener coherencia interna, no nos ha de extrañar que no halla redención posible para el avaro, pues él se considera normal, generoso, imprescindible y buen cristiano; son el resto los culpables y como tal su traición está más que justificada. Propiciarle la redención significaría condenar su persona e indicar cuál es la correcta. El auténtico problema es su unipolaridad: es un personaje únicamente identificado por su avaricia y esto le reduce, degrada e irrealiza deslogrando lo hecho hasta el momento. Tanto más cuanto que el rasgo se lleva al extremo. Habría sido interesante -sin caer en la redención a raíz de ello- una mayor indagación en la relación padre-hija, una visión del no-judío más en profundidad desde los ojos de la Candiola, único personaje que siente amor hacia él hasta el punto de ser cegada.
Aun con todo esto, esta historia dentro de la Historia, se anima por momentos llegando a un clímax trágico de altura.

Y no me enrolló más, mejor dejar que Galdós defienda sus méritos por sí mismo. Lo hará mucho mejor que yo. En concreto los crepusculares cinco últimos capítulos son maravillosos para quien quiera escoger un extracto.

*Este libro se puede leer de forma independiente al resto de la serie sin ningún problema. Tanto es así que aprovechando el carácter dialogado de casi toda la obra el autor la adaptó al teatro.

Escrita hace 11 años · 5 puntos con 3 votos · @Tharl le ha puesto un 7 ·

Comentarios

@Faulkneriano hace 11 años

De acuerdo con todo lo que afirmas (con un fuego casi numantino) en tu larga y ambiciosa reseña, Tharl. Esta obra coral, de gran complejidad, era obligada en el cañamazo narrativo de los Episodios: era un pie forzado, algo de lo que había que hablar a la fuerza, en la reconstrucción de nuestra guerra de Independencia, toda vez que cuando Galdós escribe (incluso hoy) pertenecía al imaginario colectivo, como una gesta que Galdós, muy pegado al detalle curioso, lleva hasta la épico. Es curioso, como dices, el personaje del judío, un Shylock moderno dotado de cierta grandeza. La peripecia de Gabriel se mantiene en suspenso, como anodada por semejante explosión de entusiasmo colectivo. El siglo XIX conciliaba el patriotismo con el liberalismo progresista (como en Galdós) sin demasiados problemas. Hoy no creo que pase lo mismo.