EXTRAÑA CAUTIVIDAD por sedacala

Portada de LA PRISIONERA

Estoy ahora terminando la quinta entrega, y voy a empezar a escribir ya mis impresiones; en éste como en los otros libros de esta serie, conviene hacer el comentario según se lee, sobre la marcha, desde luego antes del final, incluso diría que es imprescindible hacerlo así para que las sensaciones llevadas al papel sean como una prolongación de las que la mente saca de la lectura; lo leído y su elaboración mental trazan una trayectoria continua que permite expresar mejor lo que se siente. Y por lo demás, cualquiera que conozca a Proust sabe lo poco que importa como sea el final de sus novelas; no es imprescindible saberlo para esbozar la reseña del libro. Entre otras cosas, por que A LA BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO es una obra dotada de muchos atractivos, pero desprovista casi de ese elemento que solemos llamar trama, o argumento, o relación de hechos con principio y final. Por tanto, de esta historia no conviene decir que contiene trama, argumento o relato; yo diría que esta novela contiene una… ¿divagación…, tal vez?
Consulto el diccionario, divagar: vagar: andar por un sitio sin encontrar camino o lo que se busca; no, esto no; vagar, también equivale a divagar: separarse del asunto de que se trata, no, esto tampoco; a ver otra acepción…, divagar: hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado. Si, esto es; sólo qué, con la salvedad de que aquí existe un propósito, que es: recordar hechos pasados y a través del recuerdo reconstruir, y convertir la reconstrucción en objeto de contemplación y extasiarse y congraciarse con ella. ¿Y volverla a vivir? No, eso es demasiado, la literatura da de si hasta un cierto punto, a partir de ahí, se requiere el concurso de los sentidos y estos trabajan limitadamente dentro de la imaginación. Pero el esfuerzo no es estéril, todo lo contrario, lleva bastante más lejos de lo que podría esperarse de un intento de esas características.
Empecé como siempre, con dudas. Poco a poco, fui incorporándome a la divagación del autor. ¿Por que tiene a Albertine en su casa? ¿La habrá secuestrado tal vez?, no, no lo parece. ¿Se va a casar con ella?, parece tener sus dudas. ¿La quiere, o no la quiere?, veremos. Y también, ¿su relación es física? Aquí, ante estas y otras dudas, va dando contestaciones entrecortadas. Expone sus propias contradicciones, y las asume sin rubor; no tiene miedo a ofrecer la imagen de un déspota; desde luego, aflora su débil condición humana a través de sus celos y su egoísmo; su discurso tiene, eso si, la sinceridad propia de la confidencialidad de sus manifestaciones; Proust escribe con la tranquilidad del que sabe que no va a verse afectado personalmente por el juicio que provoquen sus palabras en la mente del lector. Después, poco a poco, irrumpe el barón de Charlus; también Morel, el efebo violinista; la homosexualidad como materia de debate adquiere un desinhibido protagonismo, y también la música; las citas de todo tipo son constantes, se habla de pintura, de impresionismo, de cubismo; se habla, ¿como no? de literatura, nombres como Thomas Hardy, o Dostoyevsky; como Debussy, o Wagner; y también de avances científicos, y de como aún coletea el asunto Dreyfuss y de como dividió a la sociedad francesa. ¿Nacionalismo, tolerancia, patriotismo, antisemitismo, traición?
Así, casi sin sentir, estamos asistiendo a los pormenores del evento que se va a celebrar en casa de Madame Verdurín, quien va y quien no va, quien es invitado y quien no, quien es deseado y quien desairado, y se va gestando la conversación, una plática ininterrumpida que también forma parte de aquella divagación de que hablaba, y desde luego, no falta la difamación, el chisme, la maledicencia. Nadie explica si estamos en los preparativos o hemos pasado ya a la propia reunión, esto tampoco parece importar. Pero, ¿es Proust quien habla, o son los demás? Hay de todo; él narra, y sus diálogos están repletos de anécdotas en boca de otros que se retroalimentan una con otra y que dan lugar a una verbosidad envolvente, que parece inagotable, que somete el espíritu del lector, y que le hace perderse gratamente desorientado entre sus recovecos, enfrascado en sus interioridades o revolviendo entre sus miserias. Entonces, el resultado de la fiesta es lo de menos, su final es irrelevante, como también lo es el momento en que se produce. Esto era lo que quería decir al afirmar lo poco que importa la historia o su final. Lo interesante, es leer con concienzuda curiosidad lo que cuenta el narrador casi sin orden ni puntualidad, más bien como retazos sueltos, apenas recuerdos deshilvanados que nos traslada con una sorprendente energía y que satisfacen nuestra curiosidad, no por su encaje en una historia definida, sino por la propia esencia de su contenido; quizá también por su carácter de sincero testimonio de lo que revive su autor. Una vez más, creo que Proust se expresa con un verbo clarísimo, su mensaje es diáfano y cabal, se le entiende hasta el tuétano. ¿Por qué entonces esa emblemática dificultad de su lectura? Proust al escribir, no quería dejarse ningún detalle que considerara de interés, y aplica la coma, o el punto y coma, o el guión, para acotar una anotación al margen, o un pensamiento al hilo de lo anterior, o una última digresión ineludible, o el colofón bien precisado, o, ¡a saber!, parece que no encuentre nunca fin a sus añadiduras. Y todo enganchado a la idea primigenia de su razonamiento; por eso es que sus frases son eternas; si se leen despacio, a la mitad ya no se recuerda el principio y la mente se pierde en una intrincada maraña de idas y venidas.
Pero si esta dificultad, que es atributo inseparable de su obra, es reconocida y asumida se tiene ya mucho ganado para poderla superar. Leyendo sin pausa, intentando darle continuidad al desarrollo de la idea, sin detenerse casi en las comas, sin interrumpir su exposición para pensar, dejándose llevar por el ritmo frenético de su mente, casi sin respirar, así, es como el lector se puede ir introduciendo en sus esquemas y en su universo literario y así, es como uno va avanzando hasta llegar a integrarse y a sumergirse en su mundo. De todas formas, siempre habrá mucha gente que no tenga el más mínimo interés en leer cosas de esas características; la idea clásica del libro en el que se lee para enterarse de unos hechos controlados no tiene nada que ver con el texto de Proust, esto es como es y hay que asumirlo como una característica propia de su forma de escribir que se acepta, o se rechaza. Yo, personalmente la acepto; sigo con el plan trazado de leer un tomo cada verano (este es el V), y hasta ahora no me defrauda, al contrario, sigue pareciéndome una lectura excelente.

Escrita hace 11 años · 5 puntos con 4 votos · @sedacala le ha puesto un 9 ·

Comentarios

@Tharl hace 11 años

Sedacala, desde hace algún tiempo, una vez al año, me pasa algo curioso: pasados unos meses de las vacaciones de verano, inexplicablemente, siempre me entran unas ganas locas de leer a Proust.

@Faulkneriano hace 11 años

Sedacala, resuélveme una duda, tú que tienes la novela más fresca. ¿Es en este volumen donde aparece el episodio del barón de Charlus con las dos lavanderas? Lo cita Steiner en un ensayo que estoy leyendo sobre Tolstoi y Dostoievski y me he quedado ahora con la duda. Si es así, vaya sordidez de escena. Proust tenía, sin duda, muchos registros y no se cortaba un pelo a la hora de retratar conductas heterodoxas, por decirlo de una manera suave.

@sedacala hace 11 años

Del barón de Charlus, recuerdo alguna escena subida de tono pero no con mujeres. ¿Seguro que es en La prisionera?

@Faulkneriano hace 11 años

Era un episodio de voyeurismo, creo que en La prisionera.

@Faulkneriano hace 11 años

No es La prisionera, es Albertine disparue. Y no es el barón de Charlus quien protagoniza el episodio, sino el mismísimo narrador. Tenías razón, sedacala.