ELLOS Y DIOS por EKELEDUDU

Portada de MILAGRO EN LOS ANDES
El autor de esta reseña ha idicado que contiene spoiler, mostrar contenido.

La tragedia del Fairchild uruguayo que en 1972 cayó en la Cordillera de los Andes, en la frontera entre Argentina y Chile, fue un suceso que conmocionó al mundo; primero, porque luego de que tras una infructuosa búsqueda se descartara que hubiera sobrevivientes, resultó que sí los había; segundo, porque en aras de dicha supervivencia, los pasajeros del avión caído debieron recurrir a uno de los tabúes más temibles de aquel entonces, la antropofagia. Hoy, el tema del canibalismo ya no inspira el horror de antaño, e incluso despierta cierto desagradable morbo en la ficción, por ejemplo, de la saga de Hannibal Lecter, pero en aquellos días resultaba algo tremendo y casi escandaloso. El libro ¡VIVEN!, de Piers Paul Read -ya comentado antes aquí mismo- se encargo de poner esa parte de la historia en su justo lugar, ya que los sobrevivientes del desastre tal vez hayan debido recurrir a la antropofagia, pero carroñerismo repulsivo de veras fue el de cierto sector de la prensa y del público, igualmente ávidos uno y otro de sensacionalismo. En cuanto a la historia en sí misma, la historia completa, resultó ser una admirable epopeya, un paradigma de la voluntad humana sobreponiéndose a la más negra y terrible adversidad, además de un hito en la historia del supervivencialismo.

A treinta años del suceso, uno de los protagonistas de tan impresionante epopeya, Nando Parrado, decidió, a través de MILAGRO EN LOS ANDES, que ahora nos ocupa, darnos su punto de vista de aquellos acontecimientos que, como los propios Andes, señalaron un límite, un antes y un después en quienes los vivieron. En cuanto a hechos básicos, Parrado no añade mucho al relato de Piers Paul Read. Como éste, concede gran importancia, a la hora de analizar qué hizo posible la supervivencia de dieciséis personas en condiciones tan hostiles, a la particular mentalidad que el rugby había imbuido en ellos. Soslaya, comprensiblemente, la intervención divina, parecer que lo pone en curiosa contradicción, no sólo con otros sobrevivientes -por ejemplo, Fito Strauch- sino, incluso, consigo mismo. En efecto, llama la atención que casi sobre el final de la obra, filosofando sobre Dios, de algún modo termine concediendo de modo indirecto que El tuvo bastante que ver en la supervivencia de esos dieciséis pasajeros. Ya que si, según afirma Parrado, más que un anciano de larga barba Dios es amor, y nos dice que en un momento crucial en que pudo ceder a la desesperación, el amor fortaleció en cambio su decisión de sobrevivir, ¿qué podemos deducir, aunque más no sea por propiedad transitiva, sino que Dios mismo lo estaba protegiendo? Lo que no quita validez a preguntas como por qué sobrevivió él y no, por ejemplo, su madre y su hermana. ¿No las amaba Dios? Sería poco ético -creo- debatir con él en persona de cuestiones así. Desde un cómodo sillón de lectura, y no desde el protagonismo, es siempre fácil concluir que quizás tuviera razón Tolkien al postular en EL SILMARILLION que la muerte es un don; que si hay un Paraíso y en él se encuentran la madre y la hermana de Parrado -cierto, sólo son supuestos-, sus muertes las habrían beneficiado antes que perjudicado. Además se admitía ya en ¡VIVEN!, que de haber sobrevivido al accidente las cuarenta y cinco personas que iban a bordo, quizás ni una sola habría sobrevivido a los días posteriores. La muerte de unos fue la vida de otros; por qué, si hay un Dios, eligió para cada uno el destino que le tocó, no sabría decirlo.

Como sea, Parrado considera, y también tiene razón, que el grupo sobrevivió gracias al propio esfuerzo. Conmueve el inmenso amor con que habla de sus compañeros de desgracia, tanto fallecidos como sobrevivientes. ¿Quién, en su lugar, no amaría con igual intensidad? Con gran cortesía y respeto por Piers Paul Read, Parrado suaviza mucho, no obstante, la imagen con que éste pintó, por ejemplo, a otro sobreviviente, Roy Harley. Que en ¡VIVEN! parecía un egoísta al que a duras penas, y eso si lo lograba, uno se abstenía de juzgar por prudencia, por no saber qué habría hecho en su lugar, y que aquí es apenas un muchachito muy joven que colabora y resiste como puede a la par de los otros, hasta que se derrumba. A nadie se puede culpar por derrumbarse, por no ser de hierro. Parrado lo llama héroe. Yo no osaría contradecirlo, sobre todo porque su relato contagia el amor que siente por sus compañeros de infortunio.

Y ése es, sin duda, el mayor mérito de MILAGRO EN LOS ANDES: el de rebosar bella humanidad por los cuatro costados, una humanidad que ya insinuaba Read en su libro, pero que aquí resalta como bajo una lupa muy potente. Por encima de todo, algunos de nosotros ya nunca olvidaremos que gente rica o de vida fácil, como los protagonistas de este desastre aéreo, pueden ser como diamantes sin pulimentar, cuyo auténtico valor se ignora por no parecer gran cosa. La catástrofe en los Andes pulimentó a sus protagonistas y, en medio de la oscuridad de aquel incidente, escuálidos rayos de luz bastaron para que sus almas emitieran destellos de grandeza que aún hoy, tantos años después, siguen encandilándonos.

Y tanto como a esos bellísimos seres humanos, por dichos destellos, doy y daré gracias a Dios. No sé si la muerte será de veras un don que El nos concede, pero aquello en lo que esas dieciséis personas se convirtieron luego de esa tremenda experiencia... Eso sin dudas lo fue.

Escrita hace 11 años · 5 puntos con 1 voto · @EKELEDUDU le ha puesto un 10 ·

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