Sinopsis
Sciascia fue un siciliano de dentro y de fuera. Casi todo lo que escribió tiene referentes sicilianos, pero el hecho de que se valiese del italiano para escribir le dio una dimensión de objetividad y distancia, proclive a una actitud a la vez afectuosa y crítica.
Sciascia dividía las islas entre dominadoras, como Inglaterra, y dominadas, como Sicilia. Él se consideraba, al tiempo, un dominado, por nacimiento, y un dominador, por vocación de conquista literaria.
En esta miscelánea el hilo rojo está dado por personajes y lugares de Sicilia. A lo largo del tiempo, Sciascia se ha sentido regularmente llevado a explorar rincones, a reconstruir escenas, a revolver viejas bibliotecas y librerías de lance en busca de resquicios poco frecuenta dos, decisivos si no muy vistosos, de la historia siciliana.
Así desfilan desde nombres notorios (Pirandello, Lampedusa, Stendhal, d'Annunzio y su amante Elena Sangro, Longanesi, Verga), hasta figuras curiosas y poco favorecidas por la memoria histórica, entre el zapatero de Messina y el «barón de los villanos».
En estos meandros de la crónica, de tamaño periodístico, late la constante preocupación sciasciana por la identidad, diseñada en la pregunta inicial que comenta, a su vez, una pregunta de Montesquieu respecto a los persas del barroco: «¿Es que se puede ser siciliano?»
Notas del ser nacional, a la manera más ingenua romántica, afirman algo que otorga a cualquier lugareño de provincias una credulidad sempiterna: si ya Cicerón definía a los sicilianos es porque hemos durado mucho y habremos de durar mucho más.
Blas Matamoro, Cuadernos Hispanoamericanos
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