UN GALLEGO DESPLAZADO por sedacala

Portada de LA HERMANA SAN SULPICIO

Cuando pensaba en «La hermana San Sulpicio», me venían a la cabeza reminiscencias de un pasado borroso y lejanísimo. Tras su lectura se ha desvanecido toda aquella detestable carga folklórica derivada del cine, que no está en la novela por mucho que el tema roce lo religioso y la acción transcurra en Sevilla.
Armando Palacio Valdés fue uno de los escritores de la generación que cultivó la novela realista en la España de finales del siglo XIX, y hoy no es, ni el más conocido, ni el más celebrado. Pero eso, no fue siempre así; en su época, fue uno de los escritores españoles más renombrados. Junto a Vicente Blasco Ibáñez, el más conocido fuera de España y el más traducido a otros idiomas. Sin embargo, pese a su éxito indudable a nivel popular dentro y fuera de España, para la crítica quedó en buena medida estigmatizado por su carácter sencillo y conservador, su escritura fácil, y unas inquietudes perfeccionistas e innovadoras bajo mínimos.
Las novelas de los dos escritores mencionados, fueron llevadas al cine como consecuencia directa de su popularidad. En el caso de Blasco, es conocida la versión de «Los cuatro jinetes del Apocalipsis», dirigida por Minelli, e interpretada por Glenn Ford. En el caso de Palacio Valdés, las versiones cinematográficas de «La hermana San Sulpicio», fueron dos: la que rodó Florián Rey con Imperio Argentina en los años treinta y la dirigida por Luís Lucia después de la guerra con Carmen Sevilla. Mi recuerdo se basa en alguna de estas dos versiones que debí ver por Televisión Española en los años sesenta. Era un tipo de cine folklórico y de poco interés, que ponderaba mucho el costumbrismo andaluz más empalagoso; ese es mi recuerdo. Pero después de leer la novela, todo aquello se desvanece porque leyendo se comprende que esto no tiene que ver con aquel cine rancio, esto es una novela que se inscribe en el realismo de los últimos años del siglo XIX, junto a autores como Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Emilia Pardo Bazán, Juan Valera, o José María de Pereda.
Palacio Valdés era asturiano, se educó en Avilés, después en Oviedo, y se estableció finalmente en Madrid. Su obra se ambienta, sobre todo, en el Norte de España, y por tanto esta novela es, por su ubicación, una excepción. En todo caso, conoció Sevilla y vivió un tiempo allí, pero no demasiado. La novela está narrada por su protagonista, que describe las vicisitudes que sufre para conseguir casarse con una señorita sevillana. La descripción del escenario de los hechos tiene mucha importancia en la novela; la ciudad impacta al protagonista por su estética y por el peculiar sistema de relación social que practican los sevillanos. A partir de ahí, entra en un proceso de disección de la sociedad sevillana, que supera en importancia a la acción de la novela, sobre todo desde que, apenas pasadas unas páginas, el protagonista revela el final de la novela. Esto, lejos de desilusionar al lector, le lleva a leer con otra actitud, en la que, deja de tener importancia el saber qué va a ocurrir, y pasa a tenerla, el saber cómo va a ocurrir, el conocer a través de qué intrincados vericuetos, va a llegar el protagonista a ese final anunciado. Esto relaja, y permite concentrarse en los dos aspectos más interesantes de la historia: el derroche de análisis psicológico de su narrador y protagonista, y las magníficas descripciones de los escenarios de la novela.
Ceferino Sanjurjo, gallego y poeta, tras desvelarnos sus circunstancias personales, nos cuenta que va a disfrutar de un periodo vacacional en Marmolejo, municipio de Jaén famoso por sus aguas. En su fonda, se hospedan también tres monjas; dos novicias y una de más edad a cargo de las otras dos; una de ellas atiende por hermana San Sulpicio, aunque su nombre es Gloria. Ceferino las conoce y simpatiza con Gloria; conversa con ella, y conoce su condición de novicia, que significa que podría salir del convento al no haber tomado aún los votos. También averigua que ella no desea adquirir tal compromiso, y que si está en la orden es por presiones ajenas a su voluntad; con esa información, nuestro protagonista ve el cielo abierto y cuando ellas retornan al convento sevillano, sigue sus pasos y pone rumbo a la ciudad. En Sevilla, lo primero que hace es buscar pensión; una vez encontrada, comienza a tratarse con sus compañeros de residencia, con ánimo de poner en marcha una red de amistades y relaciones que le permitan acceder al entorno próximo a su amada, dándose así inicio al difícil proceso de conquista, porque ella, pese a su escasa vocación religiosa, le facilita poco la tarea.
Como ya avancé, uno de los indudables atractivos de la novela es contemplar la disposición de este hombre como espectador de todo lo que le rodea. Su condición de gallego le hace adoptar una actitud de estupor ante lo insólito que es para él todo lo que ve; la arquitectura, el ambiente urbano, el frescor de los patios, su uso como salón de reuniones, la vida en la calle, la manera andaluza de relacionarse, el formidable río Guadalquivir y un clima que, excepto en verano, encuentra delicioso. Y su condición de enamorado le predispone a ver la ciudad como un Edén particular de extraordinario clima, y su alma de poeta se deja llevar envuelta en la magia del lugar. Es un entorno estético y social que le encanta y que agradece de buena fe, sin que le cueste nada hacerlo.
Pero en el trato individual con la gente, no le ocurre igual; los sevillanos le desconciertan cuando llega y al final del libro, cuando se va, aún no ha asimilado el carácter andaluz. Parece lógico, siendo gallego, que al principio no se relacione con la gente como lo hace la gente del sur, sino como un individuo ajeno a esa sociedad que no llega a entender bien los matices del carácter autóctono, ni unas pautas de comportamiento que se le antojan sorprendentes y extrañas a su temperamento. El autor, fiel a su adscripción al realismo, trata de expresar las diferencias, incuestionables, que hay entre la forma de ser del andaluz y del gallego, o más bien, puesto que él era asturiano, entre el hombre del sur y el del norte y, en esa dicotomía, él como autor se pone en la piel de éste último. Pero a pesar de ello, es benevolente con la manera de ser andaluza y no llega a criticarla; no esconde lo que no le gusta y si ve defectos los señala, pero sin caer en la crítica, sólo en la fría exposición de lo que ve, dejando que el lector critique lo que crea conveniente. Tras el éxito popular del libro, Sevilla le honró con múltiples homenajes, que seguramente no le hubieran dispensado de haber considerado que la novela daba una mala imagen de sus habitantes.
En cuanto al lenguaje con que está escrita la novela, hay que decir que es muy fácil de seguir aunque aparezcan en ella, a veces, formas de expresarse que hoy nos parecen antiguas y que en 1889 aún se utilizaban. Insiste mucho, demasiado a mi modo de ver, en adaptar la ortografía del texto a la pronunciación andaluza, creo que sin conseguir un resultado convincente. El intento de escribir con una ortografía que permita leer lo escrito sonando como suena la pronunciación andaluza, es un trabajo vano que adolece de imprecisión y queda ridículo; no digo que, en casos puntuales y personajes de rasgos muy marcados, no sea interesante usar el sistema en alguna frase, pero, con la profusión con que lo hace Palacio Valdés, el resultado es insatisfactorio.
A modo de resumen puedo decir que «La hermana San Sulpicio», me ha parecido una novela de grata lectura y aspectos interesantes, pese a que, en estricto sentido, no la considero una gran novela. El ambiente andaluz, que en España siempre tuvo buena acogida, le llevó a adquirir una gran popularidad que el cine acrecentó aún más, pese a que también el cine haya contribuido a darle un aire folclórico bastante deleznable, que a algunos nos ha llevado a asimilar su recuerdo al sentido del verso machadiano —La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María…—, cuando en realidad, la novela no es eso, o al menos, en su lectura no se detecta ese tono caduco. Lo propiamente andaluz tiene una lectura que, en justicia, habría de ir encajada en la línea del realismo en que milita la novela y, en ese sentido, hay en ella episodios de enorme fuerza y amargura, como el que se encuentra Ceferino cuando recurre a ir casa de la criada que le sirve de correo para comunicarse con Gloria y en el barrio de las afueras donde vive la fámula con su marido y sus hijos, ha de enfrentarse a situaciones de una violencia y una dureza sorprendentes. No es una escena con los rasgos desgarrados del pintoresquismo romántico de Carmen, no hay gitanos con navajas, ni toreros, ni cigarreras, pero el lector, lee consternado el relato que Palacio Valdés hace de estos hechos con un dramatismo y una dureza propios del naturalismo; igual ocurre en otro incidente tremendo, protagonizado por un marqués, y con un duelo a pistola de por medio; todo ello sorprende doblemente cuando pensamos en la novela popular y dicharachera que presumíamos que era, antes de leerla. Muy al contrario, la novela constituye un retrato cabal, preciso y descarnado de la sociedad andaluza de su época, que llama la atención por lo inesperado y porque le permite al lector hacer una valoración, sorprendentemente (no lo esperaba) positiva de su lectura.

Escrita hace 9 años · 5 puntos con 3 votos · @sedacala le ha puesto un 8 ·

Comentarios

@Mayte hace 9 años

Tengo una extraña relación con esta novela... la rescaté del contenedor de basura en su edición de Austral, alguien sin corazón se había desecho del libro así. No tenía conocimiento de ningún tipo sobre la obra, y al ver el título casi la dejo donde estaba... Pero menuda sorpresa, me la leí casi de un tirón, y hoy día sigue en mi estantería y recuerdo como llegó a mis manos con una sonrisa... Es una inyección de energía y bueno humor.

@sedacala hace 9 años

Te diré que tenía la convicción de que nadie haría el más mínimo comentario de esta reseña, y eso por varias razones: por ser mi voto el único, por estar completamente olvidada y pasada de moda, y porque su título suena a una mezcla de folklorismo y beatería. Pero aun así, me apetecía contar lo que sentí al leerla. Parece que a ti también te gustó y te sorprendió. No soy yo el único.

@Mayte hace 9 años

Sí, tengo muy grato recuerdo de ella, y tu voto es el único porque hace tanto que la leí que no me atreví a valorarla... Tu reseña me recordado la historia y me ha dado ganas de darle una relectura... A ver si toca pronto. Saludos!

@Faulkneriano hace 9 años

Pues muchos lectores, en principio, no parece que tenga ni Palacio Valdés en general ni esta novela en particular. La verdad es que, leyendo el argumento (que a alguno le podía sonar a Ocho apellidos vascos a la inversa) pueden entrar sudores fríos. Y es el caso, como dices, sedacala, que estos escritores menores del siglo XIX pueden dar agradables sorpresas. ¿Quién lee hoy, no ya a Blasco Ibáñez, sino al padre Coloma de Pequeñeces o a Jacinto Octavio Picón, un verdadero éxito de ventas de fines de siglo XIX? O, ya puestos, al asturiano que comentas, recordado sobre todo por Marta y María y por La aldea maldita, que se llevó un par de veces al cine y que es una de nuestras mejores películas mudas. La curiosidad es lo que debe guiar al buen lector, y no sólo por las literaturas más lejanas y exóticas sino por pasadas épocas de nuestras propias letras.

Lo que peor llevaría, supongo, de esta novela, serían las esforzadas muestras de andalucismo oral, a veces bastante repelentes.

@sedacala hace 9 años

Sí; lo del andalucismo oral, como tú le llamas, es bastante repelente, pero el resto no. Citas, al igual que yo lo hacía en la reseña, a un Blasco Ibáñez del que sólo leí “La barraca”, uno de esos dramones que hoy en día no tiene ningún sentido leerlos, no por ser dramas, sino por las connotaciones rancias que arrastra. También me lancé a leer “Pequeñeces” hace unos meses y me pasó algo parecido, aunque en este caso no por rancio, en el sentido de caduco y avejentado, sino por un carácter extremadamente reaccionario, y de fortísimo clericalismo; vamos, que no lo terminé, aunque por poco, porque agredía mi intelecto.
Palacio Valdés, en esta novela al menos, no tiene nada que ver con todo eso; al contrario, su carácter era moderadamente convencional, y poco amigo de innovaciones literarias, sino todo lo contrario, pero tampoco hacía daño a nadie con su mensaje, por su arraigado sentido de la moderación. En las generaciones de escritores españoles, posteriores a la suya, hubo una terrible inquina contra este hombre que, como vivió bastante, vio al final de sus días como su fama, que había sido mucha, no sólo cayó en el olvido, sino que además fue fuertemente vapuleada por los escritores del momento.
En fin, que comprendo perfectamente que, hoy en día, su fama trasnochada no arrastre a nadie a leerlo; yo simplemente, me limito a informar de que, en mi opinión, tampoco hace daño su lectura, incluso, que es interesante.

@Tharl hace 9 años

Teniendo si leer a Clarin, Juan Valera y Emilia Pardo Bazan, comprederas que no añada el libro ni al autor a la cada vez mas grande lista de pendientes; pero me alegra leer estas reseñas que rebuscan en el tiempo y el olvido y que a veces traen autenticos redescubrimiento. Y cuando no hay tanta suerte, siempre resulta interesante ver que mas se hacia en la época, que antes, como ahora, no todo eran grandes clásicos.
Tengo La aldea maldita (Florian Rey) en mi disco duro desde hace meses y no me decidia a verla. Sabiendo de quien es la historia espero animarme pronto.

Por cierto, al leer la estupenda reseña de Sedacala yo tambien pense en "8 apellidos vascos" jaja

@sedacala hace 9 años

La verdad es que no consigo captar el sentido de esa asociación de ideas. A mí ni se me hubiera pasado por la cabeza.