EL PODER DEL AMOR por Guille

Portada de HENRY Y CATO

Iris Murdoch me enamoró desde la primera novela que leí de ella, su propuesta narrativa es exuberante y atractiva, sus reflexiones filosóficas y morales, estimulantes y sugerentes, su inteligencia y elegancia para combinar ambos planos, admirable.

No es una autora para leer con prisas. Murdoch es amante de la morosidad, de las digresiones que desembocan en otras digresiones, de describir cada escenario, cada color, textura, luz, sonido, cada rostro, figura, gesto, cada sentimiento, pensamiento con todas sus ramificaciones y resquicios. Nada es superfluo o caprichoso, todo está al servicio de la definición precisa, de la atmósfera adecuada, de la tensión dramática requerida, del desarrollo preciso de los personajes.

Para Murdoch, el arte, la literatura y la novela no son cualquier cosa. La autora está firmemente convencida de la importancia de la novela en el desvelamiento de la complejidad del ser humano y del poder del arte para sacarnos y salvarnos de nosotros mismos. Para disfrutar su obra hay que aceptar su juego, entrar sin prejuicios en su mundo particular, un mundo muy parecido al nuestro -Murdoch es una novelista de corte realista e incluso con un cierto estilo decimonónico-, pero en el que no son raros los sucesos azarosos y extraños, los giros impredecibles, las inspiraciones repentinas y fortuitas de sus personajes capaces de cambiar por completo su visión del mundo y de ellos mismos, y, de paso, la que nosotros nos habíamos formado de ellos; es necesario aceptar sus claves, no siendo la menos importante el patetismo de nuestra condición (“Los seres humanos siempre se las ingenian para fomentar su propio infortunio”) digna de compasión (“la vida es una ópera bufa en la juventud.... y en la vejez nos damos cuenta de nuestro error y solo nos queda la muerte”): nuestros asuntos “no son serios, pero han de ser tomados en serio”.

Nos adentraremos en este mundo con la seguridad de que volveremos a encontrarnos con viejos amigos y enemigos, que no faltará el personaje encargado de personificar la pureza y la belleza, o el personaje dominante y manipulador acompañado de sus admiradores inmunes a la humillación; que nos volveremos a topar con aquel que ha dejado de sentirse a gusto en el sitio que siempre ha querido ocupar o que observa impotente como poco a poco es desalojado de él, o el que en su madurez descubre el escaso brillo de los méritos que tan orgulloso exhibía antaño. Pero, sobre todo, nos rodearemos de nuevo de seres perdidos, desorientados, enfrentados a dilemas existenciales y morales que exceden con mucho sus capacidades intelectuales.

Este libro no es una excepción en este universo particular, como tampoco lo es en la abundancia de temas y cuestiones secundarias que nos encontraremos a cada paso. Murdoch nos vuelve a habla del azar, de la fragilidad e inseguridad del ser humano, de la culpa y la redención, de la importancia e inevitable necesidad de símbolos, de puntos de referencia que nunca serán definitivos (“Se puede llegar lejos pero no más allá”); del consuelo que nos procura la liturgia de la religión o el arte, fuentes inspiradoras en un mundo donde dios ha muerto; del drama de la vejez y la muerte (“La muerte es lo que más nos instruye de todas las cosas, y solo cuándo se encuentra presente. Cuando falta se olvida por completo. Los que pueden vivir con la muerte pueden vivir en la verdad, solo que es casi intolerable”); de la incomunicación, del desconocimiento de los otros y hasta de nosotros mismos, de las relaciones, del problema de la identidad, del egoísmo, de nuestra individualidad (“La conciencia humana común es un velo ilusorio. Nuestra ilusión principal reside en el concepto que tenemos de nosotros mismos, de nuestra importancia, que no ha de ser violada. De nuestra dignidad, que no debe ser escarnecida. De esta ilusión mana todo nuestro resentimiento, todo nuestro deseo de violencia”); de la búsqueda de una vida digna, de la cuestión de la trascendencia y de los valores absolutos, del bien y el mal; de la fácil caída en la autocompasión y el autoengaño... pero, sobre todo, nos habla del tema por antonomasia: el amor.

Un amor que redime, un amor que despierta, un amor que abre puertas y ventanas, un amor que nos arranca de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, y nos mueve hacia ideas elevadas, un amor capaz de cambiar radicalmente la visión que uno tiene de sí mismo, de los demás, de la vida, un amor que derriba barreras que en realidad nunca hubo, un amor que es “tan importante como la verdad”.

"El amor es el último y secreto nombre de todas las virtudes."

Escrita hace 6 años · 0 votos · @Guille le ha puesto un 8 ·

Comentarios