CONTRADICCIONES por Guille

Portada de HORMIGÓN

"La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Este es el mejor consuelo que me guardo en la manga. Pero tengo muchas ganas de vivir. Siempre las he tenido, salvo los momentos en que he pensado en el suicidio". Thomas Bernhard es un gran provocador, en absoluto fiable, un enredador irónico, un histriónico amante de la exageración, la frase lapidaria, la expresión furibunda que es replicada pocas palabras más allá en otra frase no menos lapidaria, no menos furibunda. Un aguafiestas aficionado al escándalo y a las contradicciones irónicas que reflejan a la perfección su espíritu impúdico, desvergonzado, insurgente. Unas contradicciones que ahondan en la falta de verdad que es la gran verdad que el escritor postula, en el fracaso que supone buscarla, en la desesperación que genera no encontrarla. Ávidos de verdad, de vida, nos encaminamos hacia la muerte huyendo de ella; una muerte que está en nosotros, que nos confina y nos define, que nos mortifica y que, finalmente, nos salva de la infelicidad que es vivir. Porque vivir es estar enfermo y solo desde la conciencia de esa enfermedad podemos observar la vida en toda su terrible y hermosa realidad. No es extraño, pues, que los personajes de Bernhard sean enfermos, no únicamente enfermos espirituales, sino también, con mucha frecuencia, enfermos físicos, agravando su ya penosa enfermedad espiritual. Se convierten en degenerados, por utilizar una de las palabras favoritas del autor, en personas insoportables que pasan los días en una continua y morbosa observación de sí mismos, escudriñando hasta el más mínimo resquicio esa culpa que frecuentemente arrastran consigo, una culpa personal, pero a menudo, también, una culpa colectiva. Un egocentrismo que los salva y los destruye al tiempo. Su amor y su preocupación inconmensurable por ellos mismos les ayudan a seguir viviendo con los “repugnantes” compromisos a los que tienen que someterse y que acaban por transmutarse en un profundo odio. Se aborrecen, se desprecian, y por extensión aborrecen y desprecian al mundo entero, siendo sabedores de la injusticia que cometen al aborrecerlo y al despreciarlo ("Al fin y al cabo solo odiamos cuando no tenemos y porque no tenemos razón"). La enfermedad es su amiga y su enemiga. Enemiga porque está en la base de la terrible situación en la que se encuentran, la soledad, la misantropía, la pereza, la mediocridad; amiga porque las explica. La enfermedad es fuente de orgullo y sufrimiento, los distingue, los eleva, les impone una soledad sentida como refugio pero también padecida como castigo. Se buscan estrategias de supervivencia, soluciones imposibles más allá de los fracasados recursos filosóficos, políticos o religiosos. Los personajes se parapetan tras un monólogo interminable con el que quieren aniquilarlo todo, con todo su poder destructor, al registrarlo todo por escrito. Lo antiguo debe ser destruido, desintegrado, extinguido totalmente para lo nuevo, aunque no sepamos qué será lo nuevo, aunque sospechemos que no hay nada nuevo. Hay que destruir este mundo convertido en algo repulsivo, repleto de gente aborrecible viviendo en edificios "hipócritamente engalanados"; los médicos enferman, los abogados engañan, los maestros son grandes deformadores del espíritu; los padres torturan, los curas aplastan, el Estado anula todo lo bueno que podría haber en nosotros; todo el mundo te decepciona o te humilla o te reprime, a veces todo a la vez; el mundo entero odia lo que amamos, desprecia lo que apreciamos, y todo el mundo, siempre, se comporta de la forma más abyecta posible. Autor y personaje, personaje y autor, van tomando a todas y a cada una de las personas imaginables e inimaginables para, en su cabeza, despedazarlas y denigrarlas hasta la exageración. Todo en Bernhard es exagerado, no hay que tomarlo muy en serio, al menos no más que al bufón que expresa lo que a los otros les está severamente prohibido. "El arte de la exageración es un arte de la superación, a mi parecer, un arte de superar la existencia”. La huida es la esperanza, la huida, aunque se sabe imposible, es la estrategia; aunque nunca se emprenda la huida, hay que huir, pero nunca se huye. El medio no es importante. Puede ser la escritura de un estudio revolucionario, como ocurre en la historia contada en este libro, al que únicamente le falta concretar esa primera frase desencadenante de todo lo demás, una primera frase de la que todo y todos parecen querer separarle, que todo y todos bloquean; o, como en el caso de Extinción, libro que comparte con este la edición de Alfaguara que me ha acompañado buena parte del verano, un viaje inminente que le arranque en un instante del mundo al que se aferra, un viaje que es continuamente postergado por motivos incontrolables e insuperables; o, sin más, el recurso de la felicidad que se extrae de la infelicidad, el enamoramiento del fracaso, la exaltación del malogrado; y así poder volver a respirar y seguir viviendo esta vida que tiene en la muerte una parte esencial. Una muerte que convierte a todo y a todos en algo ridículo, “todo es risible cuando se piensa en la muerte”. Los personajes se vuelven tragicómicos en su patética protesta. Un patetismo que, no obstante, nos impresiona porque somos partícipes de esa misma vida sin sentido que se vuelve grotesca; que nos conmueve porque llegamos a ver en esos personajes desamparados, si somos honestos, tics propios que nos fuerza a reírnos de nosotros mismos y a compadecernos "porque ellos, como nosotros, viven de la forma más lamentable, tienen que vivir su existencia lamentable, lo quieran o no”. El suicidio no es la solución, aunque en Bernhard solo sea, como ya dije en otro sitio, por su querencia a tomar siempre la dirección opuesta, completamente la opuesta.

Escrita hace 6 años · 5 puntos con 1 voto · @Guille le ha puesto un 8 ·

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