A BORGES LO IGNORA LA MUERTE por Poverello

Portada de EL ALEPH

No soy dado a escribir reseñas de libros sobre los que ya se han vertido ríos de teclas en esta web, de manera especial cuando lo que se ha dicho ha sido muy bueno y probablemente mejor que la pavada que me atrevo a compartir. No obstante, digamos que me he sentido llamado por el espíritu de Borges a lanzar algo que se base en una puntuación superior a un 4. Y no es nada fácil, ni breve.

Cuentan de Agustín, obispo de Hipona, que mientras transitaba sobre la playa disertando sobre el ínclito dogma de la Trinidad, halló a un zagalete que corría una y otra vez, con sus manitas cargadas de agua de mar, desde la orilla hasta un pequeño agujero fabricado en la arena en el que la iba derramando cuidadosamente. “¿Qué haces?” -le preguntó el Ministro-. “Vaciar en este agujero el agua del mar”. “Pero eso es imposible”. “Igual de imposible es que encuentres sentido al misterio de la Trinidad”. Así de imposible es “entender” a Borges, por ello mi única estrategia ante El Aleph será la del niño que ve por primera vez el mar y suelta con solitaria admiración: “Papis... ¡Qué pasada!”, sin tener ni pajolera idea de que, debajo de ese agua, aún hay más.

Pues eso, ¡qué pasada!, aunque en cadenciosas ocasiones me quede en lo de afuera del mar, sin pretenderlo. Supongo que por algo será que en la cubierta del libro lo que se aprecia es un túnel... Me apropio, entonces, la medida descripción que de Pedro Damián hace Borges en uno de los cuentos: “hombre taciturno, de pocas luces” (sobre todo esta segunda parte, sin atisbo de captatio benevolentiae, que dijo aquél) y se me ocurre compartir que la única táctica oportuna ante el despliegue de Borges es la que, acertadamente, usó el genial realizador H. G. Clouzot en El Misterio Picasso: invadir paulatinamente la mente del artista. Sólo que en la literatura no es viable y por el momento me contento con reconocer que he gozado con El Aleph -”seré fusilado (…), desde el principio, yo me he declarado culpable”-, quizá porque esperaba lo que encontré, y eso, es más que fundamental.

Disfruté con su metafísica inusual, tan indescifrable en una primera, segunda, tercera lectura, como lo es en muchas ocasiones el Sartre de La Náusea; con sus medidos adjetivos que dicen tanto por ser tan divergentes y meditados; con su forma de destripar lo trascendente en la intrascendente de cada historia... Pero ya os digo, poca explicación y análisis literarios tengo fuera del dulce sentir, ¡si hay peña que levita con el suprematismo de Malevich y su Cuadrado blanco sobre fondo blanco, que a mí, con ignorante honestidad, me deja perplejo en la peor de sus acepciones! Porque es cierto y muy natural que Borges te pueda y te venza, pues ¿a quién le apetece en tiempos de estrés leer una selección de relatos de apenas 200 páginas con un diccionario de historia en una mano y el de la RAE en la otra? Incluso prescindiendo de ambos tochos yo disfruté porque Borges es... Borges: distinto y particular en todo y quizá también porque no percibo esa autocomplacencia de estilo que tanta leña recibe. Lo tengo en las manos, leo y contemplo una escritura fluida, grácil y nada forzada (retomo a Malevich, qué le voy a hacer). El propio Borges, en el relato de El Aleph, nos hace partícipes de su propio desprecio a lo superfluo, artificial, excesivo e intelectualoide: “tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura (…). Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal...”

Entonces, tras ese discurso del autor se me ocurre pensar que el pecado de Borges tiene menos que ver con la vanagloria o el egotismo que con su vocación. Y me explico, si lees a Melville, a Hawthore, a Steinbeck o incluso a Dostoievski, al terminar la obra no se te queda cara de imbécil por mucho que te hayas quedado en lo de “afuera del mar” y pienses con maravillosa simplicidad que Moby Dick es una novela de aventuras, que La letra escarlata va sobre el amor, Las uvas de la ira describe un drama sureño o que los Hermanos Karamazov es un melodrama con tintes de tragedia... Nadie se rasga las vestiduras por eso, ya que se da por sobreentendido que te has enterado sin tener que pensar en alegorías pictóricas, trascendencias metafísicas y demás parafernalias. Resulta que con Borges es muy fácil que se te quede cara de imbécil, posiblemente porque tanto Melville, como Hawthorne o incluso Dostoievski son escritores con vocación de filósofos, y Borges es un filósofo con vocación de escritor, de igual modo que el nombrado Sartre o Hesse, y eso es lo que habría de esperarse, como él mismo expresa en La casa de Asterión: “como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura”. A Borges, cualquier estupidez le sirve de sobra para expresar su adentro, pero del argumento te enteras, aunque sea casi imposible hacerlo del todo con ese adentro y por consiguiente el resto sea/parezca sumamente estúpido. Pero a mí me cuesta decidir qué es más ingrato, pensar que Moby Dick es una simple novela de aventuras o renunciar a El inmortal, El muerto, Los teólogos, La espera... esos textos de Borges tan gozosamente escritos porque sé que no los voy a entender.

Mal o bien que nos pese, los diálogos alrededor de Borges mitigan el efecto devastador de la verdad profunda de su frase en El inmortal: “ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte”. A Borges lo ignora la muerte.

Escrita hace 12 años · 5 puntos con 8 votos · @Poverello le ha puesto un 8 ·

Comentarios